Llamé al gimnasio desde el auto. La mujer que me atendió fue amable y servicial, y me dejó en espera mientras buscaba mi botella en el baño, donde yo creía haberla dejado. Cuando volvió y me dijo que no estaba, parecía enfadada. Fue entonces cuando me di cuenta de que la botella estaba junto a la puerta del vestíbulo. Pero ella ya no estaba interesada en ayudar, y yo colgué cansada.
Más tarde, en casa, vi una foto en mi teléfono del 12 de diciembre de 2022, exactamente un año antes: Kiki en el sofá con ropa deportiva, con el cabello recogido en una cola de caballo, sonriéndome. Una caja de cartón con adornos en el suelo a su lado, nuestro mantel con elfos y bastones de caramelo sobre el reposabrazos junto a su cabeza. Habíamos estado riéndonos de que la Navidad es un trabajo duro, toda esa decoración, y de que necesitábamos comer y descansar, y hacer palanquetas de nueces pecanas y ver algunos episodios viejos de Cambiemos esposas.
Eric no estaba. Kiki había venido a pasar la noche a nuestra casa de Keene, New Hampshire, desde la suya de Northampton, Massachusetts, para armar el árbol conmigo. Y ahora esto era todo lo que tenía: una foto de ella en el sofá, y otra, del árbol terminado.
A menudo no podemos saber cuándo es la última vez. Debe de haber una última vez que jugué al tenis con mi padre, una última salida al cine con mi madre, antes de perderlos a ambos por la demencia. Una última cena con mi amiga Julie antes de que su diagnóstico de cáncer lo cambiara todo, nuestras hijas aún pequeñas, las cuatro riéndonos alrededor de la mesa cuando pensábamos que teníamos tanto tiempo.
No estaba prestando atención entonces; no creía que lo necesitara.
La última vez que estuve con Kiki fue el día después de Navidad, cuando se preparaba para volver a casa. Yo había puesto un libro de arte en la mesita para que lo viéramos juntas, uno que había comprado meses antes, sabiendo que a ella le encantaría. Teníamos el mismo gusto y podíamos amar las cosas de la misma manera; no me pasaba con nadie más.